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Historia de un nacimiento

Nai • oct 04, 2019

Así llegó al mundo Bonlinha

Hace dos semanas me tocaba monitores. Ya me había pasado 10 días de la fecha de salida de cuentas. La víspera me fui a hacer una caminata de 13 km repartidos en dos tramos (3 km por la mañana con el abuelo, y otros 10 por la tarde con el padre de la criatura) por aquello que dicen que el peso de la cabeza del bebé dentro de la tripa junto con el movimiento de las caderas al andar, ayuda a borrar el cuello del útero y que empiecen las contracciones. Al volver a casa, literalmente, no me podía mover. Los calambres en el pubis y las ingles eran de gritar. Llevaba ya dos semanas yéndome a la cama con miedo, pensando que las temidas contracciones de dilatación podían empezar en cualquier momento. Pero no. Bolinha estaba muy a gustito en el nido dentro de mamá. Los monitores aquella mañana de lunes no daban señales de parto. Me mandaron a ver a la ginecóloga. La doctora me dijo que el cuello del útero estaba borrado al 50%, y que había una dilatación de 2 centímetros, así que me iban a inducir el parto. Podía ser esa misma tarde o al día siguiente por la mañana. "¡Puf! ¡Se acabó la broma! Ya me toca parir..." pensé. Y sentí miedo, porque cuando sabes que te vas a enfrentar al dolor de frente, sientes ansiedad. Después pensé en mi Torpedín y en que no sabe dormirse sin mamá. Y le dije que mejor al día siguiente para que mis padres no tuvieran que pasar esa mala noche y mi niño tampoco. Pero luego pensé otra vez, y al hablar con Mr. D, me di cuenta de que si me ponía de parto esa noche iba a ser peor llevarle al hospital de madrugada y encima con el susto de vez a mamá pegando alaridos de dolor. Así que al final decidimos que esa tarde estaba bien.
- "Pues vete a casa, come ligerito, y te doy el parte para ingresar a las cuatro de la tarde. ¿Te parece?".
- "Pues si no queda otra... "

Y así nos fuimos, dispuestos a coger la maleta que llevaba preparando tres semanas, comer algo ligero con mis padres y luego ir al hospital de nuevo. Nos presentamos allí a las 16:00 y para las 18:00 ya me estaban poniendo oxitocina para producir contracciones y hacer progresar la dilatación. Al principio vinieron un par de matronas que me dijeron que me preparara para estar allí toda la noche dilatando, pero luego, hacia las 21:00 llegó Maite. Ella era una matrona con experiencia, con muchos partos a la espalda, y me dijo que al ritmo que estaba yendo, esa bebota iba a estar fuera antes de que acabase el día, y "más tirando a las once que a las doce" según sus propias palabras. Y tenía razón. Nació a las 23:30. Si cuentas las horas, fue un parto muy rápido. Con su hermano, dilatar los tres primeros centímetros me costó tres días. Con esta nena, casi ni me enteré del comienzo de la dilatación. Lo bueno de los partos inducidos es que te ponen la epidural en cuanto te empieza a doler un poco, y no llegas a experimentar el dolor bestial de las contracciones. Eso, si todo va bien. En mi caso, todo comenzó bien, las ganas de empujar vinieron rápido, pero al cambiar de postura y ponerme sobre el costado (debes hacerlo cada cierto tiempo para facilitar la circulación, ya que con la epidural tienes las piernas dormidas) cuando se acercaba el expulsivo, la máquina que administraba la epidural empezó a pitar. Poco después empecé a notar un ligero dolor en cada contracción. Llamamos a la matrona, y nos dijo que la única persona que podía arreglar eso era la anestesista, y que en ese momento estaba en otro paritorio poniendo otra epidural. "Venga, no pasa nada. Ahora viene. Todavía tienes anestesia. Aguanta un poco" pensé. Pero el dolor iba escalando, la anestesista no aparacía, y la niña quería salir. Para colmo, Maite no paraba de decir que la niña era enorme. "¡Es larguísima! Lo mismo pesa 4 kilos esta niña!". A mí, cada vez que le oía decir algo referente al tamaño, me daban sudores fríos. "¿Pero no os habían dicho que esta niña viene enorme o qué?". Pues no, Maite, no nos lo habían dicho, y quizá ahora no es el momento de que lo enfatices tanto porque, sea como sea, va a tener que salir. Me habían roto la bolsa (una de las sensacines más desagradables que había vivido hasta el momento, aunque me esperaban cosas peores) y había salido mucho líquido con meconio (la caca del bebé dentro de la barriga, que suele indicar sufrimiento fetal, por lo que siempre tiene que venir un ginecólogo a verificar que todo va bien) y por eso tampoco querían alargar mucho el proceso.
- "Esta niña tiene que salir. No podemos esperar más."- dijo la matrona.
- "Pero... A mí esto me duele. ¿Y la anestesista?"
- "Ahora viene, cariño. Te vamos a ir preparando".
Y entonces me incorporaron, me pusieron una pierna en cada estribo, y me empezaron a pedir que empujara. Hablo en plural, porque allí había otras dos mujeres (no sé si matronas o auxiliares) que asistían el parto. El dolor iba siendo cada vez más intenso. Es curioso cómo no tenemos memoria para el dolor. Ahora intento pensar cómo se sentían esas contracciones, y no soy capaz de recordarlas. Pero me acuerdo de que dolía mucho y yo tenía mucho miedo de no aguantarlo. Sentía mucha ansiedad y un cierto pánico. ¡Y cómo son las cosas! Me daba vergüenza quejarme demasiado delante de mi marido y de esas enfermeras que seguro que habían asistido a partos mucho peores. ¡Vaya estupidez la mía! Soy tímida hasta lo inverosímil.

De repente, se abrió la puerta del paritorio y apareció la anestesista. "¡Por fin!"pensé. Ella se puso a mirar el catéter que me bajaba por la espalda, intentaba meter un líquido directamente con una jeringa por el tubo, pero aquello no mejoraba. Mientras tanto, la matrona me pedía que empujara con mucha fuerza, pujos muy largos que me dejaban sin aliento. Y, con tanto dolor, yo no me podía recuperar. ¡Dios! No podía ni concentrarme en lo que tenía que hacer. Sólo quería que aquello terminase. Es como que no me sentía preparada para lo que estaba viviendo. Yo no quería dolor. Y no quería desgarrarme. Intentaba acordarme de todas las cosas que nos había contado la fisio a la que fuimos para aprender a gestionar los pujos sin desgarros. Nos llevamos hasta los apuntes al paritorio. Y de repente oía:"¡Menudo cabezón!". Era Maite. "¡Es enorme!". Y yo sólo quería que se callara de una vez. Por el rabillo del ojo veía a la anestesista que hacía como que hacía cosas, pero ahí no se debía de poder hacer nada, ya con la niña casi fuera en esa postura, con las piernas en los estribos, sin darle acceso a los tubos que se habían obturado y bajaban por mi espalda. Yo gritaba con cada pujo, y recuerdo que lloraba mucho, y chillaba de impotencia, de rabia y de dolor. El expulsivo fueron quince minutos que a mí se me hicieron eternos. En uno de estos pujos, la matrona me dijo que la cabeza ya estaba fuera, que un pujo más para los hombros. Por lo que me dijo Mr. D, la maniobra para sacar a ese bebé de ahí dentro no fue fácil. Pero salió, y me lo dieron. Lo primero que pensé es "¿Por qué no llora? ¡Le pasa algo!", y se me hizo un nudo en la boca del estómago, que se deshizo en seguida, porque empezó a llorar de forma tibia y suave, como llora casi siempre, porque es una bebita de terciopelo toda ella.
- "¡Esta niña lo mismo pesa 4 kilos y medio" dijo Maite.
- "¿Y la placenta?"- pregunté yo, que ya me sabía que después del parto viene el alumbramiento, que es expulsar la placenta.
- "Sí, sí, eso ahora viene".

Después de empujar un poquito salió la placenta. "¡Menudo placentón! Yo no había visto esto en la vida" dijo Maite. Ahora, mientras yo tenía a mi bebé encima, con ese olor a sangre y a vida, hubo un ir y venir de matronas y enfermeras que entraron al paritorio a ver mi placenta y mi cordón umbilical, que aparentemente estaba fuera de todo lo previsto, porque no conseguían abarcar el grosor con las tijeras y pinzas estándar . Yo estaba entre mareada y extasiada de tanta emoción, de tanto dolor y de tanta gente. "Hazle una foto a mi placenta, anda" le dije a Mr. D. En mi primer parto el matrón también dijo que la placenta era muy grande, y si las enfermeras estaba haciendo fotos como si aquello fuese una trucha recién pescada, yo quería la foto porque era MI TRUCHA. La placenta es un órgano efímero que se genera con la unica, importantísima y maravillosa función de aportarle al bebé todo lo que necesita dentro de su madre mientras ésta lo incuba. Una placenta parece un árbol de la vida. Es, después del corazón, mi órgano favorito.

Después del alumbramiento y del momento "mi placenta es famosa, les falta pedirle un autógrafo", vino lo peor del parto. Maite empezó a meter el brazo hasta el codo por el mismo sitio por donde acababan de salir mi bebota y su placenta, para sacar todos los coágulos a su alcance y dejar aquello lo más limpio posible antes de dar unos puntos. Después de un parto, puedes tener la mala suerte de que un trozo de placenta o algún coágulo no salga como es debido y se infecte, lo cual es peligroso. Es uno de los motivos por los que tienes que controlar tu temperatura corporal en el postparto y acudir a urgencias en caso de tener fiebre. Yo miraba a mi bebota que me devolvía la mirada con esos ojillos todavía medio pegados, toda aún cubierta de ese requesoncillo que se llama vernix con el que nacen todos los bebés para proteger su piel, e intentaba disfrutar de ese maravilloso momento, pero no podía. Seguía notando la desagradable sensación de alguien urgándome en un lugar sagrado que había sido el hogar de mi bebé hasta hacía unos minutos. Parecía que me estaba recolocando los órganos uno a uno. Notaba tirones, empujones, presión, dolor. Y no paraban de preguntarme "¿Estás bien? ¿Te mareas?". Y yo decía que estaba bien, que no estaba mareada. Que solo quería que terminasen para que me dejasen de una vez con mi bebé y sus orejitas peludas, y su mirada dulce, y su corazoncito que estaba latiendo ya fuera de mamá. Creo que este rato fue peor que el parto en sí. En mi primer parto a esas alturas yo estaba de epidural hasta las orejas, y recuerdo disfrutar de mi bebé sin ser consciente de las maniobras que estaban teniendo lugar un poco más abajo. Lo que sí me preocupó en ese momento en mi parto de primeriza fue que el también primerizo papá de la criatrura se estaba poniendo pálido y las enfermeras le estaban dando aire con un papel, acercándole una silla y un zumo porque pensaban que se iba a caer redondo al suelo. Pero esa es otra historia. En este parto yo ya tenía a mi bebita encima, y no podía disfrutarla. Sólo quería que acabasen de buscar tesoros por ahí abajo y me dejasen en paz con mi bebé. Tengo que reconocer que ahora me da hasta vergüenza lo mal que me estaba cayendo Maite en esos momentos después de todo lo bien que había hecho su trabajo conmigo. Pero no podía más. Y cuando uno está tan agotado física, mental y emocionalmente como después de un parto, sólo quiere quitarse de en medio todo lo que le impide empezar a recuperarse.

Cuando todo estuvo limpio, Maite me dijo que podía no darme ningún punto, pero iba a darme un par de ellos superficiales para ayudar a la cicatrización. Me cosió, y por fin se fueron y nos dejaron a solas a papá, a Bolinha y a mí. Y entonces ya pude fijarme bien en lo grande que era. Parecía un bebé de dos meses. Y me miraba como de reojillo, y buscaba mi pecho para empezar a alimentarse sin su cordón y su placenta. La naturaleza es tan sabia que hace que la piel del pezón se oscurezca en el embarazo para ayudar a los bebés a encontrarlo nada más nacer cuando ojos, aún inmaduros, no son capaces de ver más que manchas de colores muy contrastados. Ya con una cierta experienca en esto de la lactancia, las posturas y los enganches, en seguida le cogí el truco, y ella encontró en el pecho y los brazos de mamá, su nuevo hogar. Y nosotros no parábamos de admirarla, para conocerla y hacernos a la idea de que ya estaba aquí la esperadísima nueva incorporación a la familia. ¡Ya éramos cuatro! Le hicimos mil fotos y le dimos mil besos y mil caricias hasta que vinieron a pesarla, a medirla y a ponerle la pomada en los ojitos (es la que evita que puedan coger una infección en los ojos después de haber pasado por el canal de parto y la vagina, donde puede haber inquilinos microscópicos poco amigables).

Pesó 4,670 g y midió 55 cm. Hacía tiempo que no veían un bebé tan grande en esos paritorios. En los dos días siguientes en el hospital me preguntaron más de diez veces si había sido cesárea, si yo había tenido diabetes gestacional y si la niña tenía bien el azúcar (es una prueba que les hacen a los bebés grandotes en las horas después de nacer). Las respuestas fueron más de diez veces no, no y sí. Y para cerrar la conversación un "¡Y solo un par de puntos!". Así que, definitivamente le puedo estar muy agradecida a Maite, y a que le tocase turno esa noche de lunes. Ninguno de mis partos ha sido fácil. No creo que exista tal cosa. Lo que sí han sido es muy diferentes, aunque ambos con un final feliz, acabando con un milagro en los brazos. 
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